En una clase, después de las vacaciones de Navidad, el profesor quiere probar el grado de conocimiento religioso de sus alumnos. Como suele hacer, considera oportuno darles un tema que desarrollar durante la semana siguiente a la fiesta de la Epifanía: "Los tres Reyes Magos han traído a Jesús tres dones: oro, incienso y mirra. ¿Cuál de los tres es el regalo más valioso? ¿Y por qué?".
Después de una semana se entregan los temas y las respuestas, como se podía suponer, son las más variadas y dispares. Quien dice que la mirra es el don más precioso porque subraya que el sufrimiento y la muerte en la cruz de Jesús son el signo más grande de su amor por cada hombre. Por el contrario, quien sostiene que el don del incienso pone muy bien de relieve la función sacerdotal de Jesús, como puente entre el cielo y la tierra que unió a Dios con los hombres y los hombres con Dios. Otros estudiantes en cambio - la mayor parte - eligen decididamente el don del oro como signo de aquel que, Rey del cielo y de la tierra, es dueño de todas las riquezas que han sido, son y serán.
El profesor, después de felicitar a los alumnos por el tema desarrollado y por la sabiduría de los argumentos que han motivado las diferentes opciones y las diversas preferencias de los regalos, no puede dejar de constatar: "Debo lamentar al estudiante considerado el mejor, que entregó el cuaderno, sin escribir una línea sobre el tema propuesto. ¿Por qué?".
Roberto, extrañamente sereno y seguro de sí mismo, esperaba el reproche o al menos una solicitud de justificación, y responde simplemente que, a su juicio, ninguno de los tres dones es importante. " En mi opinión, señor profesor, el don más grande que los tres Reyes Magos le han hecho a Jesús ha sido su postrarse para adorarlo. Me parece - prosiguió el sabio estudiante - que Jesús haya apreciado de los Magos más la ofrenda que han hecho de sí mismos, que no cuanto ellos tenían en mano".
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