domingo, 28 de enero de 2024

Surrender

  He continuado la lectura de un libro que había comenzado a leer meses átras.  Se llama, traducido al español: "El Significado del Mundo es el Amor".  Voy en el capítulo 6.  Basicamente plantea que todo está hecho por amor, pues Dios siendo amor, actuó por amor al crear la creación.  Habla de este amor reciproco entre las tres Personas de la Santisima Trinidad y como todo amor fluye de Dios Padre a Dios Hijo y el Espiritu Santo es este amor que fluye hacia nosotros a traves de Jesús, Dios Hijo.  Nos habla de que para dar amor tenemos también que aprender a recibirlo y de como debemos abrirnos hacia el exterior y no se como traducir ésta palabra "surrender ourselves to the other", algo así como entregar todo lo que somos al servicio de los demás.  Dice el autor del libro que es lo más díficil de hacer.  Me falta mucho por leer, es un libro grueso, pero esto es lo que puedo resumir con mis palabras.  Me recuerda a Santa Madre Teresa de Calcuta.  Ella dió todo de si, por los más pobres de los pobres, indudablemente el amor de Dios fluía a traves de ella.





domingo, 7 de enero de 2024

La Eucaristía

 




Acabo de leer un libro llamado Eucaristía.  En él, hay varios testimonios de experiencias con el Santisimo.  Y es más que nada una invitación a pasar más tiempo en el Santisimo con Jesús.  Pensé en escribir mi propia experiencia, pero me da vergüenza aceptar que mi experiencia con Jesús Sacramentado se reduce a la Eucaristía los domingos.  Sin embargo, es el momento más significativo de toda mi semana, tal vez de toda mi vida: mi encuentro con Jesús.  Recuerdo cuando hice mi primera comunión la catequista nos dijo que después de recibir la comunión podiamos hablar con Jesús y pedirle todo lo que quisieramos.  En verdad, no recuerdo que platiqué con Él, pero si recuerdo de asistir a misa cada domingo durante mi infancia.  Yo hice mi primera comunión a los 9 años.  Pero no fue hasta los 15 que hice mis primeras visitas al Santisimo, hasta entonces empezé a ir en grupo con el grupo de jóvenes franciscanos al que pertenecía.  Era sublime, afuera quedaba el pueblo y su bullicio ahí todo era calma, Jesús y nosotros.  La verdad no entiendo porque no todos los católicos creen en la presencia real de Jesús en la Ostia Consagrada.  A mi nadie me lo explicó, yo sola fui comprendiendo con el tiempo que Jesús estaba ahí, que cada que recibía la comunión recibía a Jesús: su cuerpo, sangre, alma y divinidad.  Simplemente lo siento,  es una paz inexplicable, me siento amada, protegida.  No se por cuanto tiempo se queda Jesús en mi corazón pero es suficiente para enfrentar mi semana con sus desafios y deventajas.  Mi Jesús repara mis fuerzas, me levanta, cura mis heridas.  Tal vez tomamos por sentado que siempre tendremos la Eucaristía, pero, hay tantos paises donde no cuentan con la presencia de Jesús en la Ostia Consagrada, en el Santisimo.  Yo no se que sería de mi si fuera asi.  Y por mi horario y otras circunstancias de la vida no puedo asistir al Santisimo o visitar a Jesús en el tabernaculo.  Tú, si eres màs afortunado, visitalo, te aseguro que no te arrepentirás.  Jesús te espera con un abrazo y es capaz de disipar tus dudas, tus angustias y darte las respuestas que necesitas.  O si estás en mi situación, la tecnología nos acerca al Santisimo en you tube.  No desfallezcas, Jesús siempre está a tu lado.

sábado, 6 de enero de 2024

El Regalo Más Valioso

 


En una clase, después de las vacaciones de Navidad, el profesor quiere probar el grado de conocimiento religioso de sus alumnos. Como suele hacer, considera oportuno darles un tema que desarrollar durante la semana siguiente a la fiesta de la Epifanía: "Los tres Reyes Magos han traído a Jesús tres dones: oro, incienso y mirra. ¿Cuál de los tres es el regalo más valioso? ¿Y por qué?". 

Después de una semana se entregan los temas y las respuestas, como se podía suponer, son las más variadas y dispares. Quien dice que la mirra es el don más precioso porque subraya que el sufrimiento y la muerte en la cruz de Jesús son el signo más grande de su amor por cada hombre. Por el contrario, quien sostiene que el don del incienso pone muy bien de relieve la función sacerdotal de Jesús, como puente entre el cielo y la tierra que unió a Dios con los hombres y los hombres con Dios. Otros estudiantes en cambio - la mayor parte - eligen decididamente el don del oro como signo de aquel que, Rey del cielo y de la tierra, es dueño de todas las riquezas que han sido, son y serán. 

El profesor, después de felicitar a los alumnos por el tema desarrollado y por la sabiduría de los argumentos que han motivado las diferentes opciones y las diversas preferencias de los regalos, no puede dejar de constatar: "Debo lamentar al estudiante considerado el mejor, que entregó el cuaderno, sin escribir una línea sobre el tema propuesto. ¿Por qué?". 

Roberto, extrañamente sereno y seguro de sí mismo, esperaba el reproche o al menos una solicitud de justificación, y responde simplemente que, a su juicio, ninguno de los tres dones es importante. " En mi opinión, señor profesor, el don más grande que los tres Reyes Magos le han hecho a Jesús ha sido su postrarse para adorarlo. Me parece - prosiguió el sabio estudiante - que Jesús haya apreciado de los Magos más la ofrenda que han hecho de sí mismos, que no cuanto ellos tenían en mano". 


Han adorado a Jesús. Adorar es aniquilarse por amor. Es precisamente el don más grande: dar la vida por los demás.
Han visto en Jesús a un Dios que se aniquila por amor al hombre. Y el hombre, para responder a un Dios que se le da, no podía responder mejor que con su propia adoración, que es su sí de cada momento al prójimo, don que Jesús considera hecho a sí mismo. 
El enfermo aprecia la medicina que el enfermero o el médico le ofrece, pero prefiere la sonrisa y el amor con que se le administra. La preciosidad del don no se mide por lo que se da o por lo que se da, sino por el corazón con el que se da.
La sonrisa que acompaña al don vale más que el don mismo. 
Nada es pequeño de lo que se da por amor.
El mío, tu don, pequeño o grande, vale cuando nos involucra a nosotros mismos.


Homilía del Santo Padre Benedicto XVI

 HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI


Basílica de San Pedro
Viernes 6 de enero de 2006

 

Queridos hermanos y hermanas:

La luz que brilló en Navidad durante la noche, iluminando la cueva de Belén, donde permanecen en silenciosa adoración María, José y los pastores, hoy resplandece y se manifiesta a todos. La Epifanía es misterio de luz, simbólicamente indicada por la estrella que guió a los Magos en su viaje. Pero el verdadero manantial luminoso, el "sol que nace de lo alto" (Lc 1, 78), es Cristo.

En el misterio de la Navidad, la luz de Cristo se irradia sobre la tierra, difundiéndose como en círculos concéntricos. Ante todo, sobre la Sagrada Familia de Nazaret: la Virgen María y José son iluminados por la presencia divina del Niño Jesús. La luz del Redentor se manifiesta luego a los pastores de Belén, que, advertidos por el ángel, acuden enseguida a la cueva y encuentran allí la "señal" que se les había anunciado: un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre (cf. Lc 2, 12). Los pastores, junto con María y José, representan al "resto de Israel", a los pobres, los anawin, a quienes se anuncia la buena nueva. Por último, el resplandor de Cristo alcanza a los Magos, que constituyen las primicias de los pueblos paganos. Quedan en la sombra los palacios del poder de Jerusalén, a donde, de forma paradójica, precisamente los Magos llevan la noticia del nacimiento del Mesías, y no suscita alegría, sino temor y reacciones hostiles. Misterioso designio divino: "La luz vino al mundo, y los hombres prefirieron las tinieblas a la luz, porque sus obras eras malas" (Jn 3, 19).

Pero ¿qué es esta luz? ¿Es sólo una metáfora sugestiva, o a la imagen corresponde una realidad? El apóstol san Juan escribe en su primera carta: "Dios es luz, en él no hay tiniebla alguna" (1 Jn 1, 5); y, más adelante, añade: "Dios es amor". Estas dos afirmaciones, juntas, nos ayudan a comprender mejor: la luz que apareció en Navidad y hoy se manifiesta a las naciones es el amor de Dios, revelado en la Persona del Verbo encarnado. Atraídos por esta luz, llegan los Magos de Oriente.

Por tanto, en el misterio de la Epifanía, junto a un movimiento de irradiación hacia el exterior, se manifiesta un movimiento de atracción hacia el centro, con el que llega a plenitud el movimiento ya inscrito en la antigua alianza. El manantial de este dinamismo es Dios, uno en la sustancia y trino en las Personas, que atrae a todos y todo a sí. De este modo, la Persona encarnada del Verbo se presenta como principio de reconciliación y de recapitulación universal (cf. Ef 1, 9-10). Él es la meta final de la historia, el punto de llegada de un "éxodo", de un providencial camino de redención, que culmina en su muerte y resurrección. Por eso, en la solemnidad de la Epifanía, la liturgia prevé el así llamado "Anuncio de la Pascua": en efecto, el Año litúrgico resume toda la parábola de la historia de la salvación, en cuyo centro está "el Triduo del Señor crucificado, sepultado y resucitado".

En la liturgia del tiempo de Navidad se repite a menudo, como estribillo, este versículo del salmo 97: "El Señor da a conocer su victoria, revela a las naciones su justicia" (v. 2). Son palabras que la Iglesia utiliza para subrayar la dimensión "epifánica" de la Encarnación: el hecho de que el Hijo de Dios se hizo hombre, su entrada en la historia es el momento culminante de la autorrevelación de Dios a Israel y a todas las naciones. En el Niño de Belén Dios se reveló en la humildad de la "forma humana", en la "condición de siervo", más aún, de crucificado (cf. Flp 2, 6-8). Es la paradoja cristiana.

Precisamente este ocultamiento constituye la "manifestación" más elocuente de Dios: la humildad, la pobreza, la misma ignominia de la Pasión nos permiten conocer cómo es Dios verdaderamente. El rostro del Hijo revela fielmente el del Padre. Por ello, todo el misterio de la Navidad es, por decirlo así, una "epifanía". La manifestación a los Magos no añade nada extraño al designio de Dios, sino que revela una de sus dimensiones perennes y constitutivas, es decir, que "también los gentiles son coherederos, miembros del mismo cuerpo y partícipes de la promesa en Jesucristo, por el Evangelio" (Ef 3, 6).

A una mirada superficial, la fidelidad de Dios a Israel y su manifestación a las gentes podrían parecer aspectos divergentes entre sí; pero, en realidad, son las dos caras de la misma medalla. En efecto, según las Escrituras, es precisamente permaneciendo fiel al pacto de amor con el pueblo de Israel como Dios revela su gloria también a los demás pueblos. "Gracia y fidelidad" (Sal 88, 2), "misericordia y verdad" (Sal 84, 11) son el contenido de la gloria de Dios, son su "nombre", destinado a ser conocido y santificado por los hombres de toda lengua y nación.

Pero este "contenido" es inseparable del "método" que Dios ha elegido para revelarse, es decir, el de la fidelidad absoluta a la alianza, que alcanza su culmen en Cristo. El Señor Jesús es, al mismo tiempo e inseparablemente, "luz para alumbrar a las naciones, y gloria de su pueblo, Israel" (Lc 2, 32), como, inspirado por Dios, exclamará el anciano Simeón, tomando al Niño en los brazos, cuando sus padres lo presentarán en el templo. La luz que alumbra a las naciones —la luz de la Epifanía— brota de la gloria de Israel, la gloria del Mesías nacido, según las Escrituras, en Belén, "ciudad de David" (Lc 2, 4). Los Magos adoraron a un simple Niño en brazos de su Madre María, porque en él reconocieron el manantial de la doble luz que los había guiado: la luz de la estrella y la luz de las Escrituras. Reconocieron en él al Rey de los judíos, gloria de Israel, pero también al Rey de todas las naciones.

En el contexto litúrgico de la Epifanía se manifiesta también el misterio de la Iglesia y su dimensión misionera. La Iglesia está llamada a hacer que en el mundo resplandezca la luz de Cristo, reflejándola en sí misma como la luna refleja la luz del sol. En la Iglesia se han cumplido las antiguas profecías referidas a la ciudad santa de Jerusalén, como la estupenda profecía de Isaías que acabamos de escuchar: "¡Levántate, brilla, Jerusalén, que llega tu luz. (...) Caminarán los pueblos a tu luz; los reyes al resplandor de tu aurora" (Is 60, 1-3). Esto lo deberán realizar los discípulos de Cristo: después de aprender de él a vivir según el estilo de las Bienaventuranzas, deberán atraer a todos los hombres hacia Dios mediante el testimonio del amor: "Alumbre así vuestra luz a los hombres, para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en el cielo" (Mt 5, 16).

Al escuchar estas palabras de Jesús, nosotros, los miembros de la Iglesia, no podemos por menos de notar toda la insuficiencia de nuestra condición humana, marcada por el pecado. La Iglesia es santa, pero está formada por hombres y mujeres con sus límites y sus errores. Es Cristo, sólo él, quien donándonos el Espíritu Santo puede transformar nuestra miseria y renovarnos constantemente. Él es la luz de las naciones, lumen gentium, que quiso iluminar el mundo mediante su Iglesia (cf. Lumen gentium, 1).

"¿Cómo sucederá eso?", nos preguntamos también nosotros con las palabras que la Virgen dirigió al arcángel Gabriel. Precisamente ella, la Madre de Cristo y de la Iglesia, nos da la respuesta: con su ejemplo de total disponibilidad a la voluntad de Dios —"fiat mihi secundum verbum tuum" (Lc 1, 38)—. Ella nos enseña a ser "epifanía" del Señor con la apertura del corazón a la fuerza de la gracia y con la adhesión fiel a la palabra de su Hijo, luz del mundo y meta final de la historia.

Así sea.