Este sabado he ido al confesionario. Afuera se lee traducido del inglés: Cuarto de Reconciliación. Y me quedé pensando como confesarce no es otra cosa que hacer las paces con Dios. Es decir que al caer en el pecado y ofender a Dios nos alejamos de su amistad. Osea que al recuperar la gracia por la absolución de nuestros pecados volvemos a ser amigos de Dios. Y mi amigo me dió un muy buen consejo: "amar la Eucaristía". Ese banquete celestial que es recibir a Jesús en la Ostia Consagrada. Y pensé que la próxima vez que me venga una tentación pensaré en que podré dejar de recibir a mi Jesús y perder su amistad y resistiré como toda una guerrera.
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Y así, amiga de Dios otra vez, asistí a la misa dominical. Y se llegó la hora de la Eucaristía, es decir, la Comunión. Con lágrimas en los ojos y con una gran alegría me acerqué a recibir a mi Jesús. Al regresar a mi banca, me hinqué e hice la señal de la cruz, y ahí en silencio dejé que Jesús hablará a mi corazón. Sentía una gran emoción y lo alabé por unos momentos. Entre silencios y el coro cantando "eres más fuerte de lo que tu crees". Tal vez debí de faltar a misa, pecar, y tardar en confesarme para apreciar la Eucaristía con más amor. Tal vez tuve que sentir esa nostalgia por no estar en comunión con Dios para volver a sentir esa emoción y esa paz que solo Jesús me puede dar, esa fuerza para seguir adelante a pesar de todo, mirarme con lupa y disponerme a cambiar con la ayuda de la gracia de Dios, con la fuerza de su amistad y con la fé en la Eucaristía, que es Jesús mismo bajado del cielo para mi. En adoración, con pocas palabras y con una emoción que hizo que el tiempo tornará en un segundo recibí a mi Jesús, me hinqué, cerré mis ojos, y cuando terminé de adorarlo y abrí mis ojos el banquete de la Eucaristía había terminado. Y es que para Dios el tiempo no existe. Y me lo hizo probar éste domingo. Alabado sea Dios.